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Siempre he sido muy contrario a los “cuentos para”. Es habitual que una madre, una profe, un terapeuta o un educador se acerque y pregunte: “¿Tienes un cuento para quitar el pañal?”, “¿Conoces alguno para trabajar la igualdad?”, “¿Me das uno para enseñar a decir gracias?”. Es evidente que los cuentos pueden ser palanca, chispa, para generar todo tipo de reflexiones sobre temas que nos preocupan, tanto a nivel individual como colectivo. Sin embargo, me resisto a la idea de que un cuento deba cumplir una función directa, concreta, casi instrumental. No porque no sirvan —al contrario, creo que sirven para mucho—, sino porque cuando se les exige “servir” de forma explícita, casi siempre se los vacía de aquello que los hace poderosos: su ambigüedad, su polisemia, su densidad histórica.

Un cuento, ante todo, es un cuento. Una historia narrada que acompaña, sacude, despierta. O, al contrario, que adormece, individualiza, anestesia. Puede acompañar procesos personales o sociales, abrirnos los ojos a realidades incómodas, incluso ser germen de transformación. Pero, antes que nada, es un cuento. Y claro que puede contener consejos, pero —y esto es lo importante— esos consejos no son unívocos ni eternos. Son polisémicos e históricos: significan cosas distintas para cada quien, y cambian según el momento en que se narra o se escucha. Pretender que un cuento sea solo un vehículo de contenido pedagógico con un sentido único es como encerrar a un pájaro en una jaula: quedará triste, sin función, sin sentir el aire acariciando sus plumas.

Siempre digo que los cuentos son como los pájaros: viajan de un continente a otro, adaptándose al lugar al que llegan sin perder la esencia de lo que son.

Benjamin y el fin del cuento

Walter Benjamin, lúcido fatalista, anunciaba en el siglo XX, en su ensayo El narrador, que el cuento —»la experiencia que se transmite de boca en boca»— había desaparecido… o al menos estaba en vías de extinción, junto con la figura del narrador. La modernidad, la industrialización y, sobre todo, la irrupción de la información masiva —constante, fragmentada, sin contexto— desplazaban al relato tradicional, ese que pasaba de generación en generación, cargado de experiencia, de consejo, y que ofrecía un marco para entender el mundo.

Benjamin no solo alertaba sobre la decadencia del cuento, sino también sobre su reemplazo por un discurso plano, veloz y sin raíces: la información. Mientras el relato necesita de un pasado y un futuro donde proyectarse, la noticia vive únicamente en el presente. “There’s no future”, parece decirnos, porque tampoco hay pasado entendido como un algo cognoscible en su globalidad. Solo existirían ecos de las noticias -sucesos- que ya fueron.

Décadas después, ya en plena era de las llamadas en algún momento nuevas tecnologías de la información y la comunicación, el filósofo surcoreano Byung-Chul Han retoma a Benjamin en El fin de la narración. Allí denuncia que lo que hoy se se nos presenta como storytelling —muy habitual hoy en día en marketing, coaching o gestión empresarial— no es más que storyselling: la transformación del relato en mercancía. El mercado, con más manos visibles y apellidos ilustres de lo que nos quieren hacer creer, se apropia de la necesidad humana de narrarse, pero despojando al relato de raíces y de proyección. Sin pasado ni futuro solo hay presente para consumir y tener.

Y es esto —según Han, que presta su voz al viejo Benjamin— lo que marca el fin de la era del cuento.

Lo que era narración —experiencia compartida, sentido en construcción con pasado y futuro— se convierte en mero producto. Se elimina la trascendencia. La vida ya no tiene orientación, solo “actualización”; ya no se busca sentido, solo rendimiento y productividad. Sin relato, sin cuento con raíces y ramas, solo queda lo inmediato: consumir, evacuar, poseer. Un presente perpetuo y grosero donde el sujeto es reducido a mero consumidor: de bienes, de imágenes, de estímulos… y de palabras. Sin memoria ni horizonte.

Hablan mucho, y bien, Benjamin y Byung-Chul. Pero, a pesar de todo, el cuento contado sigue aquí. Dándonos lugar en el mundo. Enfrentando, como una pequeña honda eficaz, al armamento nuclear.

¿Es posible contar cuentos sin sentido?

Contar en voz alta, ser docente o comunicador, te coloca en una posición de poder. No son pocos los compañeros que aseguran no emitir opinión alguna al seleccionar cuentos, dar clases o comunicar. “Simplemente digo lo que es”, parecen decir. No son opiniones, es “sentido común”. Pero aquí el problema no es solo que, como decía Voltaire, el sentido común sea el menos común de los sentidos; el problema es que el “Sentido Común” siempre expresa una opinión, un punto de vista cargado de ideología y posicionamiento.

El sentido común, siguiendo al pensador sardo Antonio Gramsci, representa posiciones hegemónicas dentro de una sociedad, y siempre está en disputa: entre quienes quieren conservar el statu quo y quienes buscan transformarlo; entre quienes tienen unos intereses y quienes tienen otros.

En este marco, es imposible contar cuentos “sin sentido”, porque el acto mismo de narrar ya está cargado de sentido. Toda narración cumple una función social, política, económica… Siempre.

Imaginemos que contamos un cuento nonsense, sin intención aparente, como simple divertimento, un día cualquiera en una biblioteca. Lo hacemos para entretener. Pero afuera, en la calle, miles protestan por un despido masivo, un recorte de derechos, un crimen ambiental o de guerra. Al optar por ofrecer evasión frente a esa realidad, estamos ejerciendo una función política: sostener la normalidad, ofrecer distracción, aislar del conflicto o, al menos, brindar un oasis de calma. No se trata de censurar esa elección, sino de reconocerla como tal: una elección, una toma de posición. Y como profesionales, debemos asumir que todo acto narrativo conlleva una carga social y simbólica.

Como trabajadores de la cultura, creo que debemos responder preguntas como: ¿para qué contamos?, ¿para quién?, ¿contra qué o quién? Si no nos las planteamos, otros lo harán por nosotros. Tal vez ese famoso “sentido común” que, como ya vimos, expresa en cada momento histórico las posiciones e intereses que hacen que nuestra sociedad sea como es… y no de otra forma.

Los cuentos intervienen en esa esfera y siempre cumplen una función: reproducen hegemonía, la cuestionan, anestesian, alivian, despiertan o abren grietas por donde se cuela lo nuevo.

Contar cuentos con sentido no significa hacer panfletos ni sermones. Significa preguntarse siempre desde dónde contamos -qué intereses y a quienes defendemos, y a quienes nos enfrentamos – y qué horizontes proyectamos. Significa también respetar la soberanía del escuchante: ese otro que interpreta, transforma y resignifica. Porque los cuentos no pertenecen al narrador, y su sentido cambia con cada audiencia, cada contexto, cada silencio entre palabras. Pero si el narrador no se hace estas preguntas, si no reflexiona sobre su lugar, otros lo harán por él, sea consciente de ello o no.

Narrar con sentido es reconocer que toda historia, todo cuento elegido, todo giro personal que le damos, es una toma de posición, aunque sea sutil. Y que, como decía Benjamin, en tiempos de miseria, contar cuentos no es un acto inocente. Yo diría que tampoco lo es en tiempos de bonanza. Los cuentos son de todo… menos inocentes.

Contar cuentos para tener futuro

Frente al ruido fragmentario y la sobreabundancia de datos sin contexto —como bien señalaron Benjamin y Byung-Chul Han—, el cuento ha sobrevivido. Sigue con nosotros, y si se me permite, más vivo y necesario que nunca. Sigue ofreciendo comprensión: una forma de articular pasado, presente y futuro, de dotar de sentido a la experiencia. Puede ayudarnos a entendernos como individuos y como sociedad. O no. Dependerá de quién narra, quién escucha, cuándo y dónde.

Vivimos, cuándo no, tiempos convulsos. Cada narrador o narradora decidirá cómo afrontarlos y cuál será el sentido de su trabajo. Lo haremos siempre junto a nuestras vecinas y vecinos, en barrios y pueblos, junto a ese público que da sentido a lo que hacemos y construye, junto al narrador, los cuentos. Ya sea en días luminosos de paz y crecimiento, o en épocas marcadas por una industria armamentística que anuncia las guerras de un futuro inminente que ya está aquí.

Como dijo Bertolt Brecht en un particular momento de otro siglo con paralelismos cada vez más evidentes a los tiempos que vivimos:

«En los tiempos oscuros,

¿se cantará también?

También se cantará

sobre los tiempos oscuros.»

Cantaremos, sí. Y contaremos. Siempre con sentido.

 

Artículo publicado en el Boletín 104 de la Asociación de Profesionales de la Narración en España – AEDA. Puedes encontrar el boletín completo aquí.
Fotografía Miguel Moro Barros.

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